Cuando encontramos aquel bajo en la zona de Traviesas, supimos que era el lugar. Era oscuro, olía a humedad y la última capa de pintura probablemente había visto pasar la Movida viguesa, pero tenía algo: potencial. Y lo más importante, estábamos juntos en esto. Mis dos mejores amigos y yo decidimos que ya era hora de lanzar nuestro propio proyecto, y ese local comercial en Vigo iba a ser nuestro lienzo en blanco. Lo que no sabíamos es que, antes de pintar, tendríamos que sudar, y mucho.
El primer golpe de realidad no fue un martillo, sino el papeleo. Descubrimos que la palabra «reforma» en el Concello de Vigo se traduce en una montaña de documentos. Entre la solicitud de la licencia de obra menor, los planos y las normativas de accesibilidad, pasamos casi un mes navegando por una burocracia que puso a prueba nuestra paciencia mucho antes que nuestras habilidades con el bricolaje. Fue nuestra primera gran lección: un proyecto así es 10% inspiración y 90% gestión.
Una vez con el permiso en la mano, empezó la verdadera «batalla» y pudimos comenzar a hacer la reforma de local comercial Vigo. El primer día, armados con mazas y una energía desbordante, tiramos abajo un tabique que empequeñecía el espacio. El polvo lo invadió todo, nuestras risas se mezclaban con el estruendo y, entre los escombros, vimos por primera vez la verdadera amplitud del local. Fue un momento eufórico, la materialización de nuestro primer paso.
Los fines de semana se convirtieron en una rutina sagrada. Quedábamos a las nueve de la mañana, con cafés para llevar y una lista de tareas que siempre parecía infinita. Hubo días duros, como cuando descubrimos una fuga de agua oculta que nos obligó a cambiar parte de la fontanería, un gasto con el que no contábamos. O las discusiones, inevitables cuando tres personalidades muy diferentes tienen que decidir el tono exacto de gris para la pared principal.
Pero lo que más recuerdo son los buenos momentos. Las pizzas compartidas sentados en el suelo, la música sonando de fondo mientras lijábamos las paredes, o el día que instalamos el rótulo con nuestro nombre en la fachada. Cada metro de tarima flotante que encajábamos, cada lámpara que colgábamos del techo, era una victoria colectiva.
Hoy, con la reforma casi terminada, miro el local y no solo veo paredes lisas y un suelo nuevo. Veo las horas de trabajo, las dudas resueltas y, sobre todo, la amistad que se ha fortalecido entre capas de pintura y sacos de cemento. Este espacio no es solo nuestro negocio; es el testimonio de que, con buenos amigos y mucha paciencia, se puede construir casi cualquier cosa en el corazón de Vigo.