Vigo tiene una luz especial, incluso —o quizás especialmente— cuando está nublado. Esa luz grisácea y metálica que se refleja en los edificios de granito de la calle Policarpo Sanz o García Barbón crea el escenario perfecto para hablar de cosas que perduran. Hoy no salí a comprar ropa ni tecnología; salí en busca de algo eterno. Salí a comprar mi primer reloj de alta gama.
Entrar en una de las joyerías históricas del centro de Vigo es como cruzar un portal. Dejas atrás el bullicio del tráfico y el viento que sube de la Ría, y te sumerges en un silencio alfombrado, donde el tiempo parece, irónicamente, detenerse.
No soy un experto, pero siempre he admirado la mecánica. En una ciudad industrial como esta, donde el metal y la ingeniería son parte de nuestro ADN, llevar una máquina de precisión en la muñeca tiene todo el sentido del mundo. El relojero, un hombre que trataba las piezas con la reverencia de un curador de museo, colocó la bandeja de terciopelo sobre el mostrador.
Allí estaba. No era el modelo más llamativo ni el que lleva diamantes. Era acero puro, esfera negra, robusto y elegante.
Al probarme el reloj, lo primero que noté fue el peso. La Alta relojería Vigo pesa. Es un peso reconfortante, el de la calidad maciza y los cientos de piezas minúsculas trabajando en sincronía perfecta. Mientras el relojero ajustaba el brazalete, me explicó los detalles del calibre y la reserva de marcha. Me fascinó pensar que, en un mundo obsesionado con lo digital y lo desechable, yo estaba invirtiendo en algo que funciona con el simple movimiento de mi brazo. Algo que, si lo cuido bien, podrán usar mis hijos.
Pagué con una mezcla de vértigo y satisfacción. Al salir de nuevo a la calle, la lluvia había parado. Miré la hora, no en el móvil, sino en mi muñeca. El cristal de zafiro capturó un destello de luz y las agujas avanzaban con ese barrido continuo, casi hipnótico, tan distinto al «tic-tac» de los cuarzos baratos.
Caminando hacia la Alameda, sentí que llevaba un pedazo de historia conmigo. Vigo seguía su ritmo frenético de ciudad trabajadora, pero yo, por primera vez, sentía que era dueño de mi propio tiempo.